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▷ El viejo que recordó como él un día quiso vivir su vida libre solo y sin ataduras ✍

El viejo que recordó como él un día quiso vivir su vida libre solo y sin ataduras

Los rayos de luz entraban en su habitación, por lo que ya era imposible poder dormir, así que lo mejor era levantarse de la cama.
En ese momento, tocan en la puerta de su habitación.
— Pasa hija contesta él desde la cama.
— Buenos días papá, como has pasado la noche.
— Podría decir, que muy bien, si no fuera por estos ¡malditos dolores!, que apenas me dejan dormir.
— Lo siento papá, pero ya verás que con el buen día, que se espera que haga hoy, en un rato olvidarás todos tus dolores.
— Gracias hija mía, por el ánimo que me das.
— Bueno, primero que nada un beso de buenos días.
— Y ahora arriba, a levantarse, vamos al baño a asearse.
— Es tan fácil decir arriba, pero difícil el hacerlo, cuando tu cuerpo apenas te responde.
— Ya, ya, pero para eso estoy yo aquí, para ayudarlo.
— Cierto es hija mía, que haría yo sin ti.
— Pues creo que no mucho, según veo.
— Él intentó levantarse, pero apenas logró sentarse en la cama, no sin dificultad.
— Apóyate en mi papá, verás cómo lo logras.
— El anciano se apoyó en su hija, entonces logró levantarse de aquella cama, que últimamente era como si fuera una prolongación de su propio cuerpo.
— Al final, con la ayuda de su hija, logró llegar al baño y asearse.
— Después del aseo llegó a la cocina ayudándose de un andador, si no fuera así llegaría a la hora del almuerzo a desayunar.
— Se sentó en la mesa, donde le esperaba su hija con un suculento desayuno.
— Los dos tomaron un zumo recién hecho de naranjas exprimidas, una tostada con un buen chorro de aceite de oliva virgen, un yogur natural y un vaso de leche con café de malta.
— Evidentemente, él había tomado menos cantidad de todo que su hija, pero para su edad, que tenía ya unos 90 años, no estaba mal.
— Después del desayuno, mientras ella recogía la mesa, el se iba al porche, siempre con la ayuda del andador, se sentaba a la sombra, pero siempre donde le llegara algún rayito de sol, pues le venía muy bien para sus huesos, ya viejos, desgastados y cansados.
— Mientras estaba sentado en el porche, en anciano pensaba.
— Que me preparará mi hija hoy para el almuerzo, quizás unas gachas (que le encantaban), o quizás unas migas (que era otro de sus platos favoritos).
— Seguro que hoy preparará algo muy especial.
— Él pensaba eso, pues hoy vendría a visitarlo su otro hijo.
— Éste venía todas las semanas y se quedaba con él un par de días, para que su hermana descansara de la tarea tan dura del cuidado del anciano.
— Éste vivía fuera de la ciudad, era por eso que no podía estar más tiempo con su padre.
— Pero de pronto despertó y esta vez de verdad.
— Lo único real, eran los rayos de sol que entraban a través de las viejas y roídas cortinas de la ventana de su no menos rancio dormitorio.
— Además de no tocarle nadie en su habitación, ni darle los buenos días, ni siquiera el preguntarle de cómo había pasado la noche.
— Ya lo del beso de buenos días ni hablar.
— Si que era real el que le costaba levantarse cada día, así como el llegar al baño para poder asearse, además del tiempo que transcurría hasta llegar.
— Se ayudaba de un andador, sí señor, pero cuando lograba llegar a la cocina, no le esperaba nadie.
— Tampoco estaba el desayuno preparado, no habían naranjas para exprimir (solo zumo refrigerado en la nevera, aunque las hubiese, él por sí solo ya no tenía fuerzas para exprimirlas).
— Tostadas tampoco, solo pan de molde, en la nevera evidentemente, para que se le conservara, por mucho más tiempo.
— Lo del aceite de oliva más que por encima, se la ponía alrededor de las rebanadas de pan de molde, pues debido a sus temblores, el pobre viejo ya no atinaba mucho.
— De comida especial para el almuerzo nada de nada, tendría un puré de verduras como todos los días.
— Pues ahora dependía de asuntos sociales, que eran los únicos que le visitaban para todo.
— Así que, de día especial nada, comida menos y alegría por la visita de su otro hijo ni hablar de ello.
— Si que era cierto, el que con ayuda de su andador, intentaba llegar como podía hasta el porche (por llamarlo de alguna manera). Pues éste estaba en total ruina, que era más un peligro el sentarse en él, que el beneficio del sol que recibía, ya que ahora estaba en exposición total, por tanto no existía sombra alguna.
— Ahora sentado allí, bajo un sol abrasador en un caluroso mes de agosto, el viejo pensaba.
— O por lo menos lo intentaba, pues ya su mente no respondía como antaño.
— Se preguntaba ¿Cómo he llegado a esta situación?
— ¿Cómo he llegado a estar tan solo y abandonado?
— ¿Alguna vez tuve familia?
— ¿Realmente he tenido alguna vez hijos?
— ¿Por qué no los veo nunca?
— De repente el viejo recordó.
— Recordó, lo que fue hace ya mucho tiempo.
— Recordó con una traslucida claridad, como si tuviera ahora 40 años menos.
— Claro que tubo familia, esposa e hijos (una hija y un hijo, como en sus sueños).
— Por lo tanto no eran sueños, sino recuerdos de su vida pasada.
— Había sido esposo y padre, pero solo de nombre y no de actos.
— Fueron esos actos, los que lo habían llevado a terminar sus días en esa solitaria existencia.
— No supo ser buen esposo, por lo tanto había perdido a su esposa.
— Tampoco buen padre, así que también perdió a sus hijos.
— Pero no fueron sus hijos los que se alejaron de él.
— Fue él quien decidió alejarse de ellos y olvidar su existencia.
— Ahora vagamente recuerda sus nombres, mucho menos sus caras.
— No sé si ese viejo, lamenta o no lo que un día hizo, teniendo toda su cordura, no quiso asumir, la responsabilidad que tenía como padre.
— Él lo hizo porque «quería vivir su vida, libre, solo y sin ataduras», eso era lo que él siempre decía.
— ¡Qué ironía!, ahora que vive solo, vive atado entre su cama llena de carcoma y su andador. La única libertad de la que disfruta, es achicharrarse bajo el sol del verano, o pasar frío en las nevadas tardes de invierno en ese nefasto porche de su vieja casa.
— Cada vez le cuesta más atravesar el umbral de su propia casa.
— Su casa, como ese viejo siempre decía, ¡mi casa es mía y solo mía!
— Pues una mañana fría de invierno, ese viejo se moría.
— Y solo fue su casa, el que lo vio como se moría.
— Fueron los de asuntos sociales los que lo encontraron.
— Al traerle la comida al mediodía.
— El viejo al final se salió con la suya.
— Y vuelve a estar libre y sin ataduras.
— Ya no dependerá de su cama, tampoco de su andador.
— Solo espero que en su próxima vida, ese viejo sea mucho mejor.
— Como no, hay una moraleja «hay que ser buena persona, vivas solo/a, o en compañía».
— Hay que respetar, para que te respeten.
— Si tienes hijos/as has de quererlos/as y no abandonarlos/as.
— Y si pareja has de elegir, no le hagas a, él/ella, lo que no quisieras para ti.
— Pues con un poco de todo esto y algo más de tú parte.
— Seguro que no estarás solo, a la hora y el día que tengas que dejar y de este mundo, hubieras de marchar.
— Seguro que todos tus seres queridos, estarán a tu lado, despidiéndote y viéndote partir.
— Pero no hay que llegar a viejo/a, para que todo esto no sea una utopía.
— Que todos los padres que tengan hijos/as, los cuiden y respeten siempre.
— Porque a todos nos gustaría estar con ellos/as, cuando se envejece.
— Ya que a todos les tratará la vida, según se merecen.


El viejo que recordó, como él un día quiso vivir su vida, libre, solo y sin ataduras –
(c) –
Maria Milagrosa Reyes Marrero

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